El camino hacia la muerte
- Alejandro Forero

- 16 jul 2024
- 3 Min. de lectura
Por: Manuel Alejandro Forero Torres
"Para sufrir, la vida es más que suficiente, y yo no le voy a ayudar".
Llevo mucho tiempo analizando la letra de la canción que cantan de vez en cuando en la misa que repite una y otra vez "que hay que morir, para vivir". Nunca he logrado comprenderla, pero ahora logro encontrarle el sentido.
Los días a veces se tornan grises y oscuros, como el clima al que estamos acostumbrados en esta ciudad. Así se ha comportado mi vida últimamente. No logro comprender qué estoy haciendo mal. Me he enfrentado una y mil veces a mis fantasmas interiores y solo he llegado a la conclusión de que debo realizar un cambio, uno que no será fácil pero al cual necesito enfrentarme.
Vivimos en una sociedad que cada día nos empuja más a la cornisa, nos demuestra que la vida no vale la pena y que los beneficios y el bienestar son solamente para unos pocos. Habitamos un escenario completamente hostil que nos asfixia, que nos encierra en un callejón sin salida.
Hay personas que no logran realizar un análisis claro; han tenido que reconstruir sus mentes y sus corazones a pedazos y no han quedado iguales. Por ejemplo, siento que este año me he rodeado de personas nobles y sencillas pero destrozadas por dentro. Yo he intentado ayudar a cada una de ellas, pero no puedo ser su salvador, porque para realizar un cambio o una transformación tenemos que estar dispuestos a tomar una decisión, pero esas decisiones no son fáciles y todos no están dispuestos a tomarlas.
He llegado a un punto de análisis y de discernimiento que creo que es importante. Es necesario morir a muchas fantasías en las que nos hemos formado, por ejemplo, a idealizar el amor, ese sentimiento que nos manipula, que nos ahorca, que no nos deja en paz.
Y se convierte en el cómplice perfecto detrás de un cuerpo sexy y unos ojos brillantes, pero que en su interior se derrumba y se desmorona como un reloj de arena que no se puede organizar.
Son cuerpos y almas que deambulan como zombies en medio de la tormenta que inunda las calles de la urbe capitalina, sin encontrar un rumbo fijo y una luz que los ilumine, pero se asustan porque tal vez ya la han visto en otras oportunidades y prefieren alejarse. El problema es que el frío que perturba sus cuerpos al estar en contacto con la luz logra comenzar a apagar su llama y se comienza a secar la parafina que la sostiene. En su interior comienza a deambular un alma similar que apagó su luz y tampoco encuentra una chispa que la vuelva a encender.
Sería muy optimista y poco sencillo pensar que mi alma se ha convertido en una luz en medio de la oscuridad para muchas personas, pero tal vez sí lo sea. Me da pena aceptarlo, pero después de haber vivido en carne propia ese recorrido debo replantearme que me estoy sacrificando y destrozando interiormente y al final de la tarde no estoy siendo honesto conmigo mismo.
Es el momento de morir al sin sentido, a las palabras inconexas que no me hacen bien. Es ahí donde puedo comenzar a organizar mi desorden y darme cuenta de que, como dice el evangelio de San Mateo: "No está bien tomar la comida de los hijos y arrojársela a los perros". Porque al final de la tarde, si yo no me cuido, no podré cuidar a los demás.
Le tenemos mucho miedo a la muerte. Vamos al médico, comemos bien, hacemos ejercicio porque queremos arrebatarle tiempo a que llegue ese momento frío y lúgubre, pero no nos damos cuenta de que hay muertes que debemos realizar diariamente: morir a la envidia, a la indiferencia, a la mentira.
Es el momento de morir, de morir a cada una de las cosas que nos hacen daño. De no mentirnos a nosotros mismos, de tomar las decisiones necesarias para dejar el pasado atrás, ese que nos ata de pies y manos, y que de vez en cuando aparece para atormentarnos. No es justo sacrificar nuestra paz interior por una felicidad fantasiosa que no existe, que simplemente vive en nuestra mente y que danza a su gusto mientras nosotros enfrentamos ataques de pánico y ansiedad.
Si te quieres salvar, debes morir para poder vivir, porque solamente en tus manos encuentras tu propio existir.



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