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Estamos poseídos

  • Foto del escritor: Alejandro Forero
    Alejandro Forero
  • 30 ene
  • 3 Min. de lectura

Por: Manuel Alejandro Forero Torres


“No estoy seguro de que yo exista, en realidad. Soy todos los autores que he leído, toda la gente que he conocido, todos los hombres que he amado. Todas las ciudades que he visitado, todos mis antepasados”.


A lo largo de la historia, hemos visto cómo el término posesión produce pánico y miedo. Vivimos en una sociedad que teme a lo desconocido, a lo intransigente, a aquello que, en muchas ocasiones, no tiene un sentido tangible y nos puede llevar al descontrol.


Las posesiones, como las hemos visto en el cine y la literatura, son experiencias escabrosas que no tienen un sentido claro. Tienen un final, pero el inicio es incierto; es como si siempre hubieran estado ahí.

Hace un par de meses, escribí un texto titulado Enfrentando a mis demonios. En ese momento, esas figuras mórficas eran incomprensibles para mí. Eran tres sujetos de idas y venidas que me estaban haciendo un profundo daño.


Eran siluetas que atormentaban mi mente y maltrataban mi corazón. Completamente desesperanzado, creía haberlas exorcizado, convencido de que estaba cansado de caminar tomado de la mano de las mentiras, la manipulación y el rechazo.

Esa era mi realidad: no había encontrado otro camino ni otra forma de ver las cosas.


Sin embargo, a pesar de todo, comulgo con la religión del amor y la esperanza. Por eso, he comprendido que lo que alimenta mi vida es enfrentarme al miedo y asumir riesgos sin mirar alrededor.


En un momento, decidí cerrar un ciclo, renunciar a mí mismo y caminar hacia adelante, porque la lección más grande que me han dado las personas que más amo es que, sin ellas, debo aprender a vivir y honrarlas. Porque, como se canta en la película del El Rey León, “ellos viven en mí”.


Sería estúpido defraudarlos, salir o compartir mi vida, mi alma y mi cuerpo nuevamente con sujetos violentos, egocéntricos, mentirosos y narcisistas. Eso sería una traición, no solo a ellos, sino a mí mismo.


Sin embargo, después de reflexionar y reconocer que el espacio en el que vivo es único e irrepetible, un día decidí salir a la calle con un cómodo pantalón blanco, a pesar de que una ciudad como Bogotá parecería prohibirlo con sus constantes obras y asientos sucios. Pero el blanco es lindo, me gusta, y debo usarlo, aunque se pueda manchar. Me puse una camiseta azul, una chaqueta roja y salí sin miedo, enfrentándome, una vez más, a un ejercicio etnográfico en mi propia mente.


Me encontré con una figura frágil, dulce y maltratada. Me llamó la atención que en sus manos llevara un libro. Siempre he admirado a quienes desafían el transporte público de esta ciudad intentando leer en medio del hacinamiento de un bus. Si eso es difícil, imaginen caminar con un libro en la mano en medio de tanta inseguridad.


Esa silueta me abrazó. Llevaba unos lentes oscuros que no me permitían ver sus ojos, pero estaba dispuesta a hablarme y también a escucharme. Nos dimos cuenta de que éramos deidades parecidas, como cuando te miras en un espejo y descubres que no eres exactamente como te imaginas cuando no te ves. Es lo que sienten los artistas cuando pintan un gran paisaje y, luego, el clima cambia y ya no se parece a su obra.


Recuerdo que, hace unos años, al borde de la muerte, comprendí que mi refugio era la lectura y la escritura. Esos espacios han sido liberadores, pero también profundamente solitarios. Y aquella silueta, con su luz un poco apagada por el viento del dolor, la desesperanza y el miedo, decidió acercarse a mí, escucharme y acompañarme. Quiso colocar su luz junto a la mía, que tampoco brillaba con intensidad. Pero, en el momento en que ambas luces se encontraron, la llama se encendió.


Fue entonces cuando me sentí completamente poseído. Poseído en la danza de dos cuerpos fuertes que se aprietan con fuerza, que respiran despacio. Dos corazones que se abrazan, que se desesperan, que laten en medio de la oscuridad, bajo la luz de una pequeña vela.

Y fue ahí cuando comprendí que ya no había espacio para enfrentar demonios, que no me había poseído ninguna entidad malvada. Al contrario, entendí que estar poseído es estar enamorado.





 
 
 

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