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  • Foto del escritor: Alejandro Forero
    Alejandro Forero
  • 27 mar
  • 2 Min. de lectura

“Todo lo que vemos o parecemos es solamente un sueño dentro de un sueño.”


Por: Manuel Alejandro Forero Torres


Vivimos en una sociedad donde el dinero se ha convertido en una estrategia macabra de dependencia. Dependemos de él para pagar servicios, comida, educación, entre tantas otras cosas. Parece haberse convertido en el único prejuicio que nos une a todos, en un espejismo que nos llena de vana gloria y, al mismo tiempo, en una barrera que nos separa de los demás.


Estos días lo he sentido con más fuerza. Me ha llevado a confrontarme con esa piedra angular que rige nuestras vidas y a entender que el dinero no solo nos limita, sino que también nos revela quiénes nos rodean. Podemos compartir muchas cosas: ideas, objetivos, el alma, el cuerpo, el espíritu… pero, ¿con quién podemos compartir las deudas? ¿Con quién podemos hablar de dinero sin que se vuelva incómodo? Esa maldita palabra que nos quita la paz también es el artefacto que nos confronta, que nos enseña, que nos obliga a reconocer hasta qué punto nuestra propia presencia tiene un valor.


Hace unos días, al salir del gimnasio, vi a una persona mayor barriendo y trapeando. Sentí compasión. Se veía cansada, herida. Recordé que hace un tiempo tenía un trabajo que me obligaba a levantarme a las ocho de la mañana para sentarme frente a un computador a escribir. Por un momento pensé, de forma estúpida, que mi trabajo era sencillo y el de ella era más demandante, que ella merecía ganar más que yo. Luego me di cuenta de algo: el trabajo, como me prometí el día que entré a la universidad, no sería solo para ganar dinero, sino para buscar la felicidad.


Lamentablemente, muchas personas se aprovechan de quienes aman lo que hacen. Porque amar el trabajo nos hace ver el dinero como algo secundario. Ahora que tal vez me escasea y que no termino de entenderlo, quisiera creer que las personas que me aman, que me acompañan, también lo ven así. Pero aunque el dinero me parece una maldición, también me ha llevado a una dolorosa revelación: nos permite reconocer con quién estamos, quién se queda con o sin dinero y quién está dispuesto a compartirlo contigo.


Estoy atravesando un momento de reflexión, de desierto, de melancolía. Sé quién soy, cuáles son mis objetivos y hacia dónde quiero ir. Pero para llegar hasta aquí, he tenido que hacer una exhaustiva purificación, entender que el valor no es solo monetario, que no se reduce a lo que recibimos a fin de mes o a lo que guardamos en una cuenta bancaria. Y, aun así, me doy cuenta de que el dinero, por más asco que me produzca, me obliga a ver el valor que las personas tienen para mí… o el que yo tengo para ellas. Porque, al final, el dinero, por más horrible que sea, nos revela quién merece realmente un lugar en nuestras vidas.




 
 
 
  • Foto del escritor: Alejandro Forero
    Alejandro Forero
  • 30 ene
  • 3 Min. de lectura

Por: Manuel Alejandro Forero Torres


“No estoy seguro de que yo exista, en realidad. Soy todos los autores que he leído, toda la gente que he conocido, todos los hombres que he amado. Todas las ciudades que he visitado, todos mis antepasados”.


A lo largo de la historia, hemos visto cómo el término posesión produce pánico y miedo. Vivimos en una sociedad que teme a lo desconocido, a lo intransigente, a aquello que, en muchas ocasiones, no tiene un sentido tangible y nos puede llevar al descontrol.


Las posesiones, como las hemos visto en el cine y la literatura, son experiencias escabrosas que no tienen un sentido claro. Tienen un final, pero el inicio es incierto; es como si siempre hubieran estado ahí.

Hace un par de meses, escribí un texto titulado Enfrentando a mis demonios. En ese momento, esas figuras mórficas eran incomprensibles para mí. Eran tres sujetos de idas y venidas que me estaban haciendo un profundo daño.


Eran siluetas que atormentaban mi mente y maltrataban mi corazón. Completamente desesperanzado, creía haberlas exorcizado, convencido de que estaba cansado de caminar tomado de la mano de las mentiras, la manipulación y el rechazo.

Esa era mi realidad: no había encontrado otro camino ni otra forma de ver las cosas.


Sin embargo, a pesar de todo, comulgo con la religión del amor y la esperanza. Por eso, he comprendido que lo que alimenta mi vida es enfrentarme al miedo y asumir riesgos sin mirar alrededor.


En un momento, decidí cerrar un ciclo, renunciar a mí mismo y caminar hacia adelante, porque la lección más grande que me han dado las personas que más amo es que, sin ellas, debo aprender a vivir y honrarlas. Porque, como se canta en la película del El Rey León, “ellos viven en mí”.


Sería estúpido defraudarlos, salir o compartir mi vida, mi alma y mi cuerpo nuevamente con sujetos violentos, egocéntricos, mentirosos y narcisistas. Eso sería una traición, no solo a ellos, sino a mí mismo.


Sin embargo, después de reflexionar y reconocer que el espacio en el que vivo es único e irrepetible, un día decidí salir a la calle con un cómodo pantalón blanco, a pesar de que una ciudad como Bogotá parecería prohibirlo con sus constantes obras y asientos sucios. Pero el blanco es lindo, me gusta, y debo usarlo, aunque se pueda manchar. Me puse una camiseta azul, una chaqueta roja y salí sin miedo, enfrentándome, una vez más, a un ejercicio etnográfico en mi propia mente.


Me encontré con una figura frágil, dulce y maltratada. Me llamó la atención que en sus manos llevara un libro. Siempre he admirado a quienes desafían el transporte público de esta ciudad intentando leer en medio del hacinamiento de un bus. Si eso es difícil, imaginen caminar con un libro en la mano en medio de tanta inseguridad.


Esa silueta me abrazó. Llevaba unos lentes oscuros que no me permitían ver sus ojos, pero estaba dispuesta a hablarme y también a escucharme. Nos dimos cuenta de que éramos deidades parecidas, como cuando te miras en un espejo y descubres que no eres exactamente como te imaginas cuando no te ves. Es lo que sienten los artistas cuando pintan un gran paisaje y, luego, el clima cambia y ya no se parece a su obra.


Recuerdo que, hace unos años, al borde de la muerte, comprendí que mi refugio era la lectura y la escritura. Esos espacios han sido liberadores, pero también profundamente solitarios. Y aquella silueta, con su luz un poco apagada por el viento del dolor, la desesperanza y el miedo, decidió acercarse a mí, escucharme y acompañarme. Quiso colocar su luz junto a la mía, que tampoco brillaba con intensidad. Pero, en el momento en que ambas luces se encontraron, la llama se encendió.


Fue entonces cuando me sentí completamente poseído. Poseído en la danza de dos cuerpos fuertes que se aprietan con fuerza, que respiran despacio. Dos corazones que se abrazan, que se desesperan, que laten en medio de la oscuridad, bajo la luz de una pequeña vela.

Y fue ahí cuando comprendí que ya no había espacio para enfrentar demonios, que no me había poseído ninguna entidad malvada. Al contrario, entendí que estar poseído es estar enamorado.





 
 
 
  • Foto del escritor: Alejandro Forero
    Alejandro Forero
  • 16 jul 2024
  • 3 Min. de lectura

Por: Manuel Alejandro Forero Torres

 

"Para sufrir, la vida es más que suficiente, y yo no le voy a ayudar".

 

Llevo mucho tiempo analizando la letra de la canción que cantan de vez en cuando en la misa que repite una y otra vez "que hay que morir, para vivir". Nunca he logrado comprenderla, pero ahora logro encontrarle el sentido.

 

Los días a veces se tornan grises y oscuros, como el clima al que estamos acostumbrados en esta ciudad. Así se ha comportado mi vida últimamente. No logro comprender qué estoy haciendo mal. Me he enfrentado una y mil veces a mis fantasmas interiores y solo he llegado a la conclusión de que debo realizar un cambio, uno que no será fácil pero al cual necesito enfrentarme.

 

Vivimos en una sociedad que cada día nos empuja más a la cornisa, nos demuestra que la vida no vale la pena y que los beneficios y el bienestar son solamente para unos pocos. Habitamos un escenario completamente hostil que nos asfixia, que nos encierra en un callejón sin salida.

 

Hay personas que no logran realizar un análisis claro; han tenido que reconstruir sus mentes y sus corazones a pedazos y no han quedado iguales. Por ejemplo, siento que este año me he rodeado de personas nobles y sencillas pero destrozadas por dentro. Yo he intentado ayudar a cada una de ellas, pero no puedo ser su salvador, porque para realizar un cambio o una transformación tenemos que estar dispuestos a tomar una decisión, pero esas decisiones no son fáciles y todos no están dispuestos a tomarlas.

 

He llegado a un punto de análisis y de discernimiento que creo que es importante. Es necesario morir a muchas fantasías en las que nos hemos formado, por ejemplo, a idealizar el amor, ese sentimiento que nos manipula, que nos ahorca, que no nos deja en paz.

 

Y se convierte en el cómplice perfecto detrás de un cuerpo sexy y unos ojos brillantes, pero que en su interior se derrumba y se desmorona como un reloj de arena que no se puede organizar.

 

Son cuerpos y almas que deambulan como zombies en medio de la tormenta que inunda las calles de la urbe capitalina, sin encontrar un rumbo fijo y una luz que los ilumine, pero se asustan porque tal vez ya la han visto en otras oportunidades y prefieren alejarse. El problema es que el frío que perturba sus cuerpos al estar en contacto con la luz logra comenzar a apagar su llama y se comienza a secar la parafina que la sostiene. En su interior comienza a deambular un alma similar que apagó su luz y tampoco encuentra una chispa que la vuelva a encender.

 

Sería muy optimista y poco sencillo pensar que mi alma se ha convertido en una luz en medio de la oscuridad para muchas personas, pero tal vez sí lo sea. Me da pena aceptarlo, pero después de haber vivido en carne propia ese recorrido debo replantearme que me estoy sacrificando y destrozando interiormente y al final de la tarde no estoy siendo honesto conmigo mismo.

 

Es el momento de morir al sin sentido, a las palabras inconexas que no me hacen bien. Es ahí donde puedo comenzar a organizar mi desorden y darme cuenta de que, como dice el evangelio de San Mateo: "No está bien tomar la comida de los hijos y arrojársela a los perros". Porque al final de la tarde, si yo no me cuido, no podré cuidar a los demás.

 

Le tenemos mucho miedo a la muerte. Vamos al médico, comemos bien, hacemos ejercicio porque queremos arrebatarle tiempo a que llegue ese momento frío y lúgubre, pero no nos damos cuenta de que hay muertes que debemos realizar diariamente: morir a la envidia, a la indiferencia, a la mentira.

 

Es el momento de morir, de morir a cada una de las cosas que nos hacen daño. De no mentirnos a nosotros mismos, de tomar las decisiones necesarias para dejar el pasado atrás, ese que nos ata de pies y manos, y que de vez en cuando aparece para atormentarnos. No es justo sacrificar nuestra paz interior por una felicidad fantasiosa que no existe, que simplemente vive en nuestra mente y que danza a su gusto mientras nosotros enfrentamos ataques de pánico y ansiedad.

 

Si te quieres salvar, debes morir para poder vivir, porque solamente en tus manos encuentras tu propio existir.



 
 
 
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