La raíz del árbol
- Alejandro Forero

- 3 mar 2023
- 4 Min. de lectura
Por: Manuel Alejandro Forero Torres
“Un jardín de amor crece en el corazón de un abuelo”.
Mamá, se asomaba todos los días a la ventana para llamarnos a comer, ella tostaba el café todo el día; y mi hermana Ana Rita era su asistente durante toda la jornada. Tristemente ese día llegamos todos corriendo alrededor del comedor, para ver como ella caía y nos dejaba en la mesa el que sería su último bocado.
Ella murió al instante, el calor de la brasa había penetrado todo su ser y el gélido aire que susurraba por la ventana, la había dejado tendida sobre el pavimento de la cocina.
Dos días después de los funerales, papá, encomendó la tarea a Ana Rita, pues de algo teníamos que vivir. Pero la historia se repitió de la misma forma, Ana Rita, acalorada por el café, cayó de la misma forma que mamá en el patio, y nuevamente vimos como el comedor comenzaba a quedarse incompleto.
Papá, prohibió a Isabel Ana y Carmen Rosa, que volvieran a tostar café. Necesariamente teníamos que hacer otra cosa, el café amargo, se había llevado de forma violenta a mamá y a Ana Rita.
Ellas comenzaron a ordeñar solas las vacas, y nosotros Manuel, Jesús, Alfonso y yo nos dedicamos a preparar el queso que saldríamos a vender al pueblo los días de mercado.
Era un queso delicioso, en el pueblo tenía gran acogida. Llegábamos a la plaza central y las voces se entrecruzaban la una a la otra: Palomito por favor tráigame un quesito para el doctor Luis, Palomito, guárdeme un quesito para el señor alcalde.
El nueve de abril, papá, llegó corriendo a la casa y pidió que cerrásemos las puertas, en la radio se decía que iban a tumbar el gobierno, y las cabezas de Laureano Gómez y Rojas Pinilla, colgaban de los árboles del parque nacional en Bogotá.
Papá, por primera vez encendió la radio antes del atardecer. Me llené de miedo, mis hermanas lloraban, la voz de la radio gritaba desesperadamente: “los curas y las monjas están repartiendo bala por las torres de las iglesias en la Carrera séptima”.
Era una película de terror a la cual nosotros nunca habíamos sido invitados, mucho menos nos habíamos preparado con comida y víveres, para estar encerrados en un aislamiento prolongado.
Yo tenía apenas veintidós años, cuando escuché por primera vez la palabra, Sangre Negra, un delincuente que, en Santa Isabel, había matado muchas personas y les había quitado su ganado.
Papá, decidió vender rápidamente la finca a un precio muy barato; tenía miedo de lo que nos pudiera llegar a suceder. Isabel se fue para Cali, Ana, Alfonso y Jesús, decidieron resguardarse en el Líbano.
Y Carmen Rosa y mi papá, decidieron irse a vivir a Ibagué. Yo me había casado hace unos días y con Celmira, decidimos emprender una de las aventuras más desafiantes que habíamos tenido como esposos.
Nos montamos a caballo, Edilberto y Miguel Ángel, mis primeros hijos, los tuvimos que cargar al hombro en unos costales.
Llegamos a Armero Tolima y logramos conseguir unos boletos en el tren para ir directo a Bogotá.
El dinero ya comenzaba a escasear, tenía mucho miedo, decidimos bajarnos en la penúltima parada antes de llegar a Bogotá, nos quedamos en Soacha, un municipio pequeño con casas grandes donde una conocida de Celmira tenía una casa.
Intentamos acomodarnos como pudimos. Soacha tenía muchas haciendas, y como peregrino logré encontrar trabajo como mayordomo en una casa quinta de unos amigos del gobernador de turno.
Mientras tanto Celmira, logró ir a buscar ayuda en la iglesia, le dieron un mercado y un poquito de ropa; y le dijeron que por favor me dijera a mí, que pasar al siguiente día hablar con el cura párroco.
Yo fui muy temprano, el sacerdote conocía toda mi historia y lo que había sucedido, porque Celmira le había contado. Me dijo: vaya mañana temprano a la empresa de energía de Bogotá, preséntese ante este familiar mío, dígale que yo lo recomiendo, él le puede ayudar a encontrar empleo.
Al siguiente día llegué por primera vez a Bogotá, el clima era frío y las montañas eran imponentes. Llegué a la oficina con la recomendación del padre, me pidieron que llenar un formulario y como pude lo hice, no sabía si estaba bien o mal.
Nunca pensé que fuera conseguir ese trabajo tan rápido, no sabía nada de electricidad, pero los compañeros me ayudaron y tuvieron paciencia.
Una tarde después de la jornada les conté la historia de Marrullas, un delincuente que había en el Líbano, se había escondido por mucho tiempo de las autoridades, y lo habían asesinado por esconderse en la mitad de dos paredes.
A mis compañeros les dio gracia la historia, y desde ahí me pusieron el apodo de Marrullas, a mí también me hacía gracia que me dijeran así; incluso cuando nos encontramos en la celebración del día de los pensionados me siguen gritando de la misma forma.
La casa de Soacha ya era bastante pequeña, ya no éramos solamente cuatro personas, sino que eran ocho los integrantes.
En una habitación dormían los hombres: Edilberto, Rigo, Miguel Ángel y Erley. En el otro cuarto las mujeres: Ruby, Jacqueline, Ilsen y Yamile.
La casa estaba pequeña y el comedor no alcanzaba, decidimos emprender la búsqueda de una nueva casa, una más grande y con más habitaciones.
La empresa de energía de Bogotá subsidiaba para sus empleados la finca raíz en el territorio cercano a la ciudad, con el fin de que las personas no tuvieran que desplazarse tanto para llegar a la empresa.
En Bosa encontramos una casa pequeña, lo suficiente para nosotros: una buena sala y unas habitaciones más grandes.
Emprendimos el trasteo, fue necesario hacer algunos arreglos en la casa, pero era la mejor forma de acomodarnos silenciosamente.
Celmira estaba muy contenta, la casa era de estilo republicano y tenía incluso un espacio cómodo donde cultivar la huerta.
Y ya en nuestro nuevo hogar, recibimos a nuestra última hija: Angélica, tu mamá. A los cincuenta años me pensione de la empresa de energía de Bogotá, lo que hoy conocemos como Enel Codensa.
Llevo cuarenta y tres años pensionado, en los cuales tristemente tuve que ver partir tempranamente a Celmira de mis brazos.
He visto como mis hijos han formado sus familias y como mis nietos se hacen cada día más fuertes.
Yo soy Miguel, puede que los años golpeen con fuerza, o caigan despacio como cada uno de mis párpados; pero en mi mente está imponente el recuerdo de cómo llegamos hasta acá, y cómo en unos años, tú también les contaras a tus hijos o a tus nietos estas mismas historias que estas escribiendo cada día con tus manos.



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