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Recuperando los sentidos

  • Foto del escritor: Alejandro Forero
    Alejandro Forero
  • 17 abr 2022
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 22 may 2022

Por: Manuel Alejandro Forero Torres.


"Perdit antiquum litera sonum"


Un hombre ciego, con su bastón, golpea el suelo ancestral del templo; mientras la procesión avanza, en su rostro una sonrisa de oreja a oreja, refleja la emoción que siente al participar en un evento que solo ocurre una vez cada año.


Al mirarlo como dice la canción: “no puedo evitar que los ojos se me agüen”. Puedo sentir cómo su corazón late, y cómo la oscuridad no es un límite para contemplar la presencia del bonus pastor.


Es en ese momento, cuando viajo en el tiempo para recordar dónde estaba hace un año, participando de esa misma experiencia.


Había vuelto al mundo medieval, pero no precisamente para encontrar los castillos de los caballeros y las princesas, sino por el contrario, me remito a un viejo edificio de cuyo nombre no quiero acordarme, bello por fuera, pero tenebroso por dentro.


El lugar que sentía, que en ese momento, tenía que abrazar fuerte para poderme reconciliar, de lo que había sido uno de los momentos más oscuros de mi vida.

Me abría sus puertas de par en par, para entrar igual de ilusionado como el día en que dejé a papá en la puerta, y con una sonrisa le decía que estaría bien.


Subo por las escaleras que cada día fueron testigos del temblor de mis piernas, y de los ojos que conocían cada una de las fisuras que tenían al subir cada escalón.

Y vuelvo a entrar al cuarto que fue mi única compañía, el que me vio reír y llorar ; aún está ahí la biblioteca, que de vez en cuando estaba de mal genio y me tiraba los libros al piso.


El suelo de madera desgastada por los años, era la división entre mi cuarto y la jaula del ave de rapiña, que nunca pude entender como Edgar Allan Poe, si era cuervo o demonio, pero siempre estuvo al acecho con su pico afilado, esperando a que yo me distrajera para matarme y chuparme hasta la última gota de sangre.


Bajo ahora al comedor, donde me enfrentaba cada día a una jornada diaria de masoquismo, con la autoridad general del profesor Snape, hombre feo y amargado que quería implantar una doctrina nazi para satisfacer sus deseos de poder.


La discreta bruja que estaba convencida que con sus ojos lograba desnudar hasta lo más profundo de la mente humana, era tan alta que parecía antena de wi-fi porque lo veía todo y lo escuchaba todo.


Y el pequeño teatro lo completan dos bufones, uno viejo y otro joven, ambos igual de vacíos y desocupados, con chistes que no producían risa, y demostraban la desesperación que tenían por llamar la atención.


El hechizo estaba hecho, y yo había perdido cada uno de mis poderes, era un gigante que estaba dopado, al que fue difícil de manipular y de cambiar, para borrar de su interior toda una paleta de colores, y dejarlo en un tono gris, parco y poco vistoso.


Al no lograr hacerlo, en un experimento minucioso decidieron botarlo, como un cachorro mal herido que sale confundido y desorientado, pero con la esperanza de encontrar nuevamente su hogar.


Era el momento de enfrentarlo todo, de soltar cada una de esas ataduras con fuerza, de dejar que el supremo pastor cerrara cada una de las heridas, de dejarme llevar por esa sonrisa sincera, de el hombre, que tal vez nunca ha visto la luz.


Y de dar gracias, porque el amor que es la mejor medicina que tenemos, la que nos embriaga, la que cura la melancolía; pero sobre todo, la que se burla del miedo, la que lo escupe a la cara, y le demuestra que no hay espacio para ella en su presencia.


Un hombre morirá al siguiente día, y nos dice que debemos aprender a “amarnos unos a otros”. Pero antes de hacer eso, debemos amarnos nosotros mismos, ser conscientes de lo que somos, de nuestras capacidades, de nuestros miedos y de nuestras inseguridades.


No debemos dejarnos guiar por el miedo, porque aunque tengamos los ojos cerrados, el amor sincero nos permite sonreír, y romper cualquier hechizo que no nos deje soñar con un mundo de color, de magia y fantasía.


Sentía cómo la vida me daba un cachetadón de derecha a izquierda, y me demostraba lo valioso que es ella: es linda, es bella y es grande.


Los errores del pasado, simplemente están en el pasado, son fantasmas que ya no me dan miedo y no pueden volver a asustarme.


Es el momento de salir más fuerte que nunca, de ser consciente que sobreviví a una batalla que muchos han perdido, y deseo con el alma que nadie nunca tenga que volver a enfrentar.


 
 
 

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