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  • Foto del escritor: Alejandro Forero
    Alejandro Forero
  • 28 ene 2024
  • 3 Min. de lectura

Por: Manuel Alejandro Forero Torres

 

“Mafalda, no le abras la puerta a nadie, por más que llame. Mamá, ¿y si es la felicidad?”.

 

El colibrí es una de las aves más extrañas que existen. Ha tenido muchas especies evolutivas y se ha convertido en un ave que impacta con su presencia. Yo me siento identificado con el colibrí, soy raro igual que él. Vuelo de espaldas, permanezco con el corazón acelerado y, en muchas oportunidades, estoy picando por todas partes.

 

He detallado mucho la figura del colibrí. He tenido noches oscuras en las que siento que, al igual que él, debo sobrevivir para poder llegar a la mañana siguiente. Siento que tengo las alas cortas, pero que intento mantenerme en pie para no caer. Me siento un poco tarado porque tengo unos ojos pequeños, que al igual que los pequeños colibrís, no logran ver con claridad y se estrellan de frente con los árboles.

 

Los animales más grandes lo intentan devorar porque es lento para encontrar estrategias e identificar el peligro. Veo que es un animal sensible igual que yo, que no puedo escuchar "Love in the Dark" sin llorar o colocar "Yo Viviré" de Celia Cruz y pensar que el día que mis alas dejen de latir, caiga al suelo y la gente logre recordarme con ese azúcar para ti.

 

La mayoría de los colibrís viven para buscar flores, extraer su néctar y volar tan alto que sus alas los lleven a todas partes. Cuando me fijo en cada uno de esos colores que destellan sus alas, puedo entender cuál es la felicidad del colibrí. Viven por las flores, flores que los inspiran a continuar y enriquecerse. Yo siento que, al igual que el colibrí, espero encontrar una flor bella para beber un poco de su néctar.

 

Todos los polinizadores parecen adorar a los girasoles. Los colibríes, en particular, acuden a ellos por sus numerosas y diminutas flores de forma tubular que forman el centro oscuro y están cargadas de néctar.

 

Llevo mucho tiempo escribiendo textos que, al leerlos, me parecen insulsos, no valdría la pena exponerlos y simplemente se quedan en la carpeta de archivos por publicar. Siento que no vale la pena hacerlo; son historias de pena, tristeza y melancolía. Algunos son un poco menos malos, intento ser gracioso, aventurero y cronista. Pero hoy logré darme cuenta de que, al igual que el colibrí, me hace falta una inspiración para continuar escribiendo.

 

Derrotado por el romanticismo, al que pienso encerrar en una cueva y no volver a dejar salir, porque no vale la pena hacerlo. Después de escribir un texto lleno de amor, de príncipes que se aman, de aves que vuelan tomadas de la mano; me doy cuenta de que la realidad es completamente diferente. Siento que sería deshonesto continuar hablando o soñando de esa forma.

 

Pero soy consciente de que, después de dos años, volví a ver a ese girasol que me vuelve loco, el que aprendí a no idealizar porque prefiero amarlo en libertad. Porque más que jurarle amor eterno, soy consciente de que me gusta. Sus ojos son bellos, brillan con fuerza y tiene un tono de voz que penetra lo profundo de mi existencia.

 

No necesito de su presencia para vivir; él no necesita de la mía para llegar lejos. Siento que juntos podríamos hacer un gran equipo, pero ambos tenemos miedo de cruzar las barreras, mirarnos de frente y asumir una responsabilidad perpetua.

 

Yo siento que ya no estoy para eso, pero sí me gustaría que estuviera. Al igual que Sor Juana Inés de la Cruz, parece que entro en éxtasis para pensar en cada una de las palabras que debo colocar. Escribir es un acto de amor, de desahogo, esfuerzo y, en muchas ocasiones, de violencia. No me canso de escribir, porque siento que cada una de las palabras que se conjugan me permite vivir en realidad lo que es la realidad.

 

 Y ese es el acto sagrado que hace el colibrí cuando bebe el néctar de una bella flor. Yo solo una vez bebí un poco los labios de ese bello girasol, pero fue suficiente para entender que, si quiero volver a tener esa experiencia cósmica, debo reconocer lo que tengo y lo que puedo dar. Porque me estoy enfrentando a un gigante, que al igual que la figura del girasol es alta, fuerte y poderosa. Es tan dulce que aprendí que un libro no sabe lo mismo sin una cerveza y un poco de chocolate.




 
 
 
  • Foto del escritor: Alejandro Forero
    Alejandro Forero
  • 13 oct 2023
  • 5 Min. de lectura

Por: Manuel Alejandro Forero Torres


“Pero no escribo para darle gusto a nadie, ni para probarme nada y ni siquiera para entender. Escribo sólo para leerme, para creer que tengo una biografía, que no soy un fantasma. La escritura es el bisturí con el que me hago pequeños cortes por los que a veces mana sangre. El lazo que me he amarrado al cuello. Para no seguir huyendo".


Hoy te quiero escribir a ti, guerrero fiel de noches en vela. Te conozco más que nadie en la vida, te he visto reír y llorar. Conozco tus miedos y tus inseguridades. Conozco cada una de las cicatrices de tu cuerpo y de tu alma. Sé que eres tierno y dulce, desde muy pequeño te enseñaron que cuando sales a la calle debes estar tomado de la mano de alguien, porque si te sueltas te pueden robar.


Recuerdo tu dulce mirada de niño consentido, tus ojos color marrón que brillan cuando estás enamorado, cuando te gusta un chico guapo o cuando simplemente estás emocionado por entrar a una librería, y ves tantos libros que tus ojos quisieran leerlos todos.

Hoy vengo ante ti hombre gigante, para pedirte perdón de rodillas, a tu lado me siento el ser más repugnante de este mundo. He sido egoísta, mentiroso, narcisista y envidioso. Te he dejado solo y soy el culpable de que hoy estés triste y desorientado.


Estás en la esquina de tu cuarto, con una vela encendida, estás triste y tus lágrimas se derraman despacio, eres consciente de lo que eres, de la fuerza que se apodera de ti, pero es insondable desarticular de tu espíritu la maldad que contamina esta ciudad.

Aquí de rodillas a tu lado, no sé por dónde comenzar a pedirte perdón. Perdóname por dejarte solito cuando solo tenías cuatro años, y esos grandulones de bachillerato te encontraron solo en el patio de preescolar, te quitaron los zapatos y te dejaron caminando en medias.


Perdóname por no acompañarte cuando eras tú el que tenía la edad de esos grandulones, y tus compañeros te golpeaban la cabeza, te insultaban por Facebook y se metían con lo más sagrado que tenías, tus impecables libros.


Siempre te sentiste diferente, por más que amabas la academia, ese lugar era un escenario agresivo y hostil. A pesar de eso nunca dejaste de hacer amigos, siempre te destacabas ante los demás y podías demostrar de lo que estás hecho.


Ingresaste a la universidad, y siento que fue esa la etapa más sincera que tuvimos los dos, te reconociste como eres, no tenías por qué fingir lo que no te gustaba. Porque siento que uno de mis más grandes errores contigo, fue obligarte a convertirte en una persona diferente ante algunas personas, simplemente para poder encajar.


Crecías a paso largo, ganabas premios y te felicitaban, y yo me sentí orgulloso de ti. Pero en el fondo te estaba demostrando mi profunda hipocresía. Me sentía bien de lo que te habías convertido, pero porque recibías aplausos y dinero. Hoy te quiero decir que cuando una persona está bien y es destacada, muchas personas van a estar rodeando. Pero cuando está mal, cuando está triste y desorientada, siempre todos se alejarán.


Luego te convencí de que tu vida era la de ser pastor de almas, en tu corazón no había espacio para el resentimiento ni mucho menos para el odio. Pero te convencí de que entraras a la gran academia, un edificio grande e imponente, pero con un interior lleno de flores marchitas. Y fue en ese momento cuando más sólo te dejé, y tristemente no creí en ti. Te di la espalda y vi como cometías error, tras error, tras error.


Te dejé hipnotizar por unos ojos tiernos detrás de unos cristales, por una máscara que escondía una patética vergüenza, una incontenible ira por la sociedad y un profundo desprecio por el amor. Yo te abandoné cuando tú escuchabas sus palabras llenas de mentiras, te dejé solo cuando él te apretaba con fuerza y te tomaba el rostro y vociferaba una patraña de incoherencias, escondidas por un manto de ternura y pasión. Y cuando éste tarado, decidió hablar con la verdad, yo dejé que la ansiedad te torturara. Sentía vergüenza por ti. Cuando me di cuenta de que te estabas enloqueciendo, fui tan estúpido que estuve a punto de lanzarte al vacío.


Pero ahora que veo en lo que te has convertido, pienso que lo has hecho sólo, has logrado enfrentarte en solitario a una batalla que en muchas ocasiones te hubiera podido traspasar. Pero es esa fuerza interior de superhéroe que no permite que desfallezcas. Esa ternura con la que naciste, que ni el odio, ni la ira, ni mucho menos la mentira juntos, la pueden destruir. Eres tan fuerte que ni siquiera un rayo de sol te puede doblegar.


A pesar de la cantidad de injusticias que has vivido, la vida te ha tratado con amor. Te sacó de un castillo del terror y te colocó en un castillo de color, de colores a veces ambiguos pero misteriosos. En ese pequeño cubículo complejo, estás rodeado de tres grandes súper héroes: un león fuerte y aguerrido, hombre bueno y justo, de cabellos largos y sonrisa sincera. Una tierna y dulce princesa, llena de poderes y deseos. Y una guerrera mística, poderosa, que puede en una tarde gris hacer aparecer un bello cielo color de sol.


Sé que vivimos en un camino estrecho, que unos días estás bien y que otros días estás mal. La vida te pone personas justas, pero también te enfrenta a retos complejos que no sabes cómo dominar. Pero ahora que me he podido desahogar contigo, quiero que sepas que ya no quiero estar lejos de ti. Te amo como eres. No te pienso volver a dejar solo en los momentos difíciles, es en ese momento cuando más quiero estar a tu lado, porque sé que es ahí cuando más me necesitas.


Sé que quieres vivir una historia romántica, pero parece que esas historias se quedaron en Disney y en Hollywood. Parece que ya nadie quiere atreverse a amar, a apretar tu mano con fuerza y mirarte fijamente a los ojos y decirte: vamos a conquistar el mundo.


Puede que más adelante lo encuentres o puede que nunca llegue a tu vida, pero Alejo, quiero que sepas una cosa. Tú no necesitas de eso para ser feliz. Porque cuando vuelvas a estar triste, cuando te vuelvas a sentir solo, yo voy a estar a tu lado. Sé que llevas mucho tiempo obligado a pedirle perdón a muchas personas, pero quiero que sepas que a la única persona que tienes que perdonar es a mí.



 
 
 
  • Foto del escritor: Alejandro Forero
    Alejandro Forero
  • 3 mar 2023
  • 4 Min. de lectura

Por: Manuel Alejandro Forero Torres


“Un jardín de amor crece en el corazón de un abuelo”.


Mamá, se asomaba todos los días a la ventana para llamarnos a comer, ella tostaba el café todo el día; y mi hermana Ana Rita era su asistente durante toda la jornada. Tristemente ese día llegamos todos corriendo alrededor del comedor, para ver como ella caía y nos dejaba en la mesa el que sería su último bocado.


Ella murió al instante, el calor de la brasa había penetrado todo su ser y el gélido aire que susurraba por la ventana, la había dejado tendida sobre el pavimento de la cocina.


Dos días después de los funerales, papá, encomendó la tarea a Ana Rita, pues de algo teníamos que vivir. Pero la historia se repitió de la misma forma, Ana Rita, acalorada por el café, cayó de la misma forma que mamá en el patio, y nuevamente vimos como el comedor comenzaba a quedarse incompleto.


Papá, prohibió a Isabel Ana y Carmen Rosa, que volvieran a tostar café. Necesariamente teníamos que hacer otra cosa, el café amargo, se había llevado de forma violenta a mamá y a Ana Rita.


Ellas comenzaron a ordeñar solas las vacas, y nosotros Manuel, Jesús, Alfonso y yo nos dedicamos a preparar el queso que saldríamos a vender al pueblo los días de mercado.


Era un queso delicioso, en el pueblo tenía gran acogida. Llegábamos a la plaza central y las voces se entrecruzaban la una a la otra: Palomito por favor tráigame un quesito para el doctor Luis, Palomito, guárdeme un quesito para el señor alcalde.


El nueve de abril, papá, llegó corriendo a la casa y pidió que cerrásemos las puertas, en la radio se decía que iban a tumbar el gobierno, y las cabezas de Laureano Gómez y Rojas Pinilla, colgaban de los árboles del parque nacional en Bogotá.


Papá, por primera vez encendió la radio antes del atardecer. Me llené de miedo, mis hermanas lloraban, la voz de la radio gritaba desesperadamente: “los curas y las monjas están repartiendo bala por las torres de las iglesias en la Carrera séptima”.


Era una película de terror a la cual nosotros nunca habíamos sido invitados, mucho menos nos habíamos preparado con comida y víveres, para estar encerrados en un aislamiento prolongado.


Yo tenía apenas veintidós años, cuando escuché por primera vez la palabra, Sangre Negra, un delincuente que, en Santa Isabel, había matado muchas personas y les había quitado su ganado.


Papá, decidió vender rápidamente la finca a un precio muy barato; tenía miedo de lo que nos pudiera llegar a suceder. Isabel se fue para Cali, Ana, Alfonso y Jesús, decidieron resguardarse en el Líbano.


Y Carmen Rosa y mi papá, decidieron irse a vivir a Ibagué. Yo me había casado hace unos días y con Celmira, decidimos emprender una de las aventuras más desafiantes que habíamos tenido como esposos.


Nos montamos a caballo, Edilberto y Miguel Ángel, mis primeros hijos, los tuvimos que cargar al hombro en unos costales.


Llegamos a Armero Tolima y logramos conseguir unos boletos en el tren para ir directo a Bogotá.


El dinero ya comenzaba a escasear, tenía mucho miedo, decidimos bajarnos en la penúltima parada antes de llegar a Bogotá, nos quedamos en Soacha, un municipio pequeño con casas grandes donde una conocida de Celmira tenía una casa.


Intentamos acomodarnos como pudimos. Soacha tenía muchas haciendas, y como peregrino logré encontrar trabajo como mayordomo en una casa quinta de unos amigos del gobernador de turno.


Mientras tanto Celmira, logró ir a buscar ayuda en la iglesia, le dieron un mercado y un poquito de ropa; y le dijeron que por favor me dijera a mí, que pasar al siguiente día hablar con el cura párroco.


Yo fui muy temprano, el sacerdote conocía toda mi historia y lo que había sucedido, porque Celmira le había contado. Me dijo: vaya mañana temprano a la empresa de energía de Bogotá, preséntese ante este familiar mío, dígale que yo lo recomiendo, él le puede ayudar a encontrar empleo.


Al siguiente día llegué por primera vez a Bogotá, el clima era frío y las montañas eran imponentes. Llegué a la oficina con la recomendación del padre, me pidieron que llenar un formulario y como pude lo hice, no sabía si estaba bien o mal.


Nunca pensé que fuera conseguir ese trabajo tan rápido, no sabía nada de electricidad, pero los compañeros me ayudaron y tuvieron paciencia.


Una tarde después de la jornada les conté la historia de Marrullas, un delincuente que había en el Líbano, se había escondido por mucho tiempo de las autoridades, y lo habían asesinado por esconderse en la mitad de dos paredes.


A mis compañeros les dio gracia la historia, y desde ahí me pusieron el apodo de Marrullas, a mí también me hacía gracia que me dijeran así; incluso cuando nos encontramos en la celebración del día de los pensionados me siguen gritando de la misma forma.


La casa de Soacha ya era bastante pequeña, ya no éramos solamente cuatro personas, sino que eran ocho los integrantes.


En una habitación dormían los hombres: Edilberto, Rigo, Miguel Ángel y Erley. En el otro cuarto las mujeres: Ruby, Jacqueline, Ilsen y Yamile.


La casa estaba pequeña y el comedor no alcanzaba, decidimos emprender la búsqueda de una nueva casa, una más grande y con más habitaciones.


La empresa de energía de Bogotá subsidiaba para sus empleados la finca raíz en el territorio cercano a la ciudad, con el fin de que las personas no tuvieran que desplazarse tanto para llegar a la empresa.


En Bosa encontramos una casa pequeña, lo suficiente para nosotros: una buena sala y unas habitaciones más grandes.


Emprendimos el trasteo, fue necesario hacer algunos arreglos en la casa, pero era la mejor forma de acomodarnos silenciosamente.


Celmira estaba muy contenta, la casa era de estilo republicano y tenía incluso un espacio cómodo donde cultivar la huerta.


Y ya en nuestro nuevo hogar, recibimos a nuestra última hija: Angélica, tu mamá. A los cincuenta años me pensione de la empresa de energía de Bogotá, lo que hoy conocemos como Enel Codensa.


Llevo cuarenta y tres años pensionado, en los cuales tristemente tuve que ver partir tempranamente a Celmira de mis brazos.


He visto como mis hijos han formado sus familias y como mis nietos se hacen cada día más fuertes.


Yo soy Miguel, puede que los años golpeen con fuerza, o caigan despacio como cada uno de mis párpados; pero en mi mente está imponente el recuerdo de cómo llegamos hasta acá, y cómo en unos años, tú también les contaras a tus hijos o a tus nietos estas mismas historias que estas escribiendo cada día con tus manos.




 
 
 
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